Crystal Castles son un caso curioso dentro de la escena electrónica actual. Aunque parten, al igual que muchos, de unos cánones que provienen del pop, del sintetizador y del punk, los de Toronto son demasiado tralleros para encajar en el cajón del synthpop, pero a la vez son demasiado pop para ser considerados un grupo experimental; aunque paradójicamente también sean demasiado raros para poder sonar a todas horas en las radiofórmulas.
En cierto modo, me recuerdan a The Knife en este afán de búsqueda; de moverse en las fronteras de la melodía popular para asomarse a ver que hay más allá, y crear así cierta sensación de incomodidad aunque al fin y al cabo lo suyo sean estribillos y melodías pegadizas. Esto ya quedó presente en su excelente debut de hace un par de años, también homónimo, que nos presentaba todas estas facetas ya bastante asentadas y con un equilibrio destacable para tratarse de un primer disco.
Crystal Castles, o II, como parecen querer denominarlo en muchos medios, nos trae un sonido similar a su predecesor, y quizá de ahí venga la repetición del título (o del no título), aunque se aprecien varias diferencias. Primera de todas, el álbum suena más cohesionado; si en su debut de dieciocho canciones, a pesar de sus grandes aciertos, se notaba cierto relleno, aquí han estado más comedidos y no puede decirse que sobre ninguna de sus catorce tracks.
Segundo: se han polarizado más. Sigue habiendo lugar para los beats más paranoicos (Fainting Spells, el enfermo single de minuto y medio Doe Deer, Birds), pero también hay espacio para futuros himnos de baile (Empathy, la arrolladora Vietnam, Pap Smear) y, quizá el aspecto más novedoso, varios momentos de oscura melodía, casi gótica (sensacional Celestica, Suffocation, Violent Dreams).
Este segundo punto nos lleva al tercero: Crystal Castles han madurado ya en su segunda referencia, pero de manera lógica y sin abandonar los aciertos que los pusieron en el mapa musical del siglo XXI. Lejos de sonar forzados, la nueva música de Ethan Kath y Alice Glass parte de lo ya trazado hace un par de años, se le han pulido algunos errores (excesos más bien), y se ha sabido conducir hacia delante para continuar sonando estimulante, fascinante y, sobre todo, diferente dentro de lo conocido.
Porque bajo mi humilde opinión, esta ‘incomodidad’ o ‘extrañeza’ que producen las fieras, desmadradas, a veces bellas, melodías de la pareja canadiense se traduce en evolución; evolución de un páramo tan continuamente trillado como es el pop electrónico, en donde cada nuevo aliento es inmediatamente fagocitado por multitudes y que necesita de regeneración perpetua. Creo que ahora ha llegado el turno de ver Castillos de Cristal al final del desierto. Démonos prisa no vaya a ser que cuando lleguemos sólo contemplemos las ruinas.