El reciente concierto de Mono en Bilbao no es sino la prueba de que tan importante como las ganas y la destreza del grupo en sí, lo es el ambiente para redondear la propuesta de una banda. Si dicha banda es un cuarteto japonés dedicado a insuflar estructuras clásicas a un post-rock ya de por si muy cinematográfico, este efecto se multiplica por cantidades hiperbólicas. Esto es lo que notamos en un concierto de Mono en una sala teatral, espaciosa, con escenario a una altura idónea y con gente muy respetuosa (ni un conato de aplauso en los cambios de tercio de las canciones delató a un público bastante fan). Si, demasiado espacio quizá, debido a la escasa taquilla pero egoístamente tenemos que pensar que esta comparecencia únicamente de los que más ganas tenían de ver el concierto, es lo que redundó a su vez en un clima más cómodo y silente, perfecto para disfrutar del discurrir musical de los nipones. Ni siquiera se acusó la tan molesta presencia de móviles en el aire.
Así pues entramos minutos antes de la hora indicada y el público ya estaba encarado al escenario. ¿Qué miraban? Absolutamente nada, sólo instrumentos en un ambiente de luz baja y una sintonía basada en dulces drones que enseguida entendimos que era la peculiar forma de ponernos en situación ante la banda, ya que ni siquiera había teloneros. Con puntualidad rigurosa, salieron los cuatro al escenario, los dos guitarristas sentados a los flancos, en el medio y de pie, la bajista y por supuesto detrás el batería con su set, su gong detrás y los metalófonos. Con esto, un teclado y poco más, la banda estaba a punto de regalarnos hora y media de grandioso rock instrumental sin apenas parones, sin saludos, sin comentarios, etc.
Comenzaron con esa circular y expansiva «Legend» un microcosmos en sí mismo. Fue asombroso como fueron capaces de recrearla preservando y ampliando esa fuerza del estudio aún sin la ayuda de los arreglos orquestales. Si hay algo parecido a la magia musical, Mono son capaces de ello. Ovación tras el clímax que, descontextualizado hubiera parecido el final de un concierto que no había hecho más que empezar. Se sumieron en el viento inmortal de su anterior obra, que acaparó el concierto, al lento avance de «Burial at Sea», a ritmo de la percusión y la épica estuvo esta vez muy marcada por la batería y el frenesí final de su interprete, que por cierto tiene una gran labor oscilando entre esos tempos lentos, sutiles hasta el extremo y las grandes escaladas en las que lucha por marcar el camino de las guitarras tremolantes. Una técnica muy sofisticada y llena de recursos como pudimos observar.
Con «Dream Odyssey» llegó la melancolía y la bajista cambió a los teclados por primera vez para tejer ese patrón con apenas variación mientras los guitarristas desarrollaban serpenteantes, tristes y ensoñadoras progresiones. Y es que ver a la pareja con el pelo cubriéndoles la cara tan entregados a su instrumento nos hace pensar en virtuosos de un género del que jamás hubiéramos pensado en esos términos, una especie de maestros del post-rock, equivalentes en lo suyo a los grandes del blues, el jazz o el flamenco. Está claro que lo suyo va mucho más de pedales y efectos, pero es imposible no apreciar la sensibilidad que ponen en lo que tocan.
Siguieron con los tonos tristes en esa soñolienta «Pure As Snow» que sin embargo culminó en una de las varias catarsis del concierto, ruido a raudales y los guitarristas rasgando cuerdas y buscando la distorsión perfecta con la misma pasión que precisión. Después, la escueta «Follow the Map» que tan rápido alcanza uno de esos climax de película y la insistente melodía en crecendo de «Unseen Harbor», última parada en «For My parents». Así hasta el que para muchos sería pico del concierto, la muy esperada «Ashes in the Snow», lo más parecido a un single entre los temas del cuarteto, aunque no obedezca a explicaciones racionales (ni corto minutaje, ni especialmente diferente al resto de su cancionero) sino a que simplemente está mucho más interiorizada y esa tormenta final es pura poesía agitada y ruidosa.
Y tanto se enfocaron a «Hymn to the Inmmortal Wind» (5 temas de 7 que tiene ese disco) que se despidieron con el lagrimeo de teclas de «Everlasting Light», que nos dejó flotando en esos mares de shoegaze evocador, nos elevó con las andanadas rítmicas finales para dejarnos despertar del trance una vez terminados sus repuntes y viendo que la banda abandonaba el escenario con tímidos saludos y sonrisas de agradecimiento. En definitiva, ya sólo nos queda verles en algún grandilocuente marco con una filarmónica, pero lo que está claro es que pese a su gran ambición compositiva, siguen siendo capaces de recrear todo eso con las herramientas de una formación de rock pura y dura.
¿La pega de rigor? La hora y media de concierto se nos hizo corta. A la vez nos parece inteligente no darle mucha más cuerda ya que su propuesta aunque personal, tampoco es un alarde de variedad y así se aseguran de no redundar sobre similares construcciones en directo. Pero uno o dos temas más, dependiendo de su duración, hubieran sido apropiados, sobre todo porque con esa despedida tan «suya», dejando el escenario vacío y una música de fondo a modo de outro, nadie se quiso mover del sitio hasta que empezaron los pipas a desmontar el asunto. Pero volviendo a la idea principal de la crónica, en estas condiciones siempre será una delicia verles. En otras, se correrá el riesgo de borrar una sensación que nos parece difícilmente mejorable.