Era jueves y tocaba descubrir en Bilbao por qué los suecos Cult Of Luna se habían convertido en una referencia indispensable del sludge y el post-metal más refinado. La hora de comienzo eran las 22:00 y no había teloneros, pero a esa hora la cola en taquilla alcanzaba su máximo apogeo, de modo que la velada no comenzaría hasta bien entradas las 22:30.
La primera incógnita era la alineación que llevarían, ya que en disco se presentan como octeto. Afortunadamente lo presentaron como sexteto y digo afortunadamente porque dos personas más en el escenario les hubiese dejado nulo espacio para maniobrar con los instrumentos. Así pues tuvimos al frente tres guitarras, uno de ellos también cantante, y un bajista, siempre dando la cara. En la parte de atrás se disponía un teclista encargado de los efectos y la pandereta y a la derecha el batería.
Como era de esperar, empezaron en tono tristón y lento para ir introduciendo destellos electrónicos que sonaban a escapes de gas en la primera de sus dilatadas canciones. Una canción que ya suplió la ausencia de teloneros y metió a un público muy respetuoso en harina. Tanto era el respeto por las composiciones que al terminar las ganas de aplaudir entraban en conflicto con dejarles tocar la última nota, produciéndose algún intento frustrado de mostrar admiración por la banda.
Si musicalmente Cult Of Luna hicieron un ejercicio que plasmó casi a la perfección la épica y la contención del último disco sobre todo, el aspecto estético parecía importante. Ahí teníamos a un tatuado cantante y batería con pintas hardcore/skate, a unos encamisados de negro bajista y teclista, un jovial guitarrista con una camiseta clara y dada de sí que parecía salido de un grupo de neogarage o post-hxc, o el otro guitarrista con la pose más contenida y seria que ponía el toque intelectual.
El concierto se animó considerablemente ante los primeros y graves compases de «Finland», donde pudimos comprobar como la garganta estaba perfectamente a la altura del disco y curioso que con tanto miembro ninguno tuviera siquiera que apoyarle en estos menesteres. También en general aplauso para los técnicos que supieron conservar la nitidez de aquella maraña de sonidos. Tras un tema de corte algo más agresivo vendría la sublime «Dim», con la banda ensimismada en sus instrumentos y la hipnosis se apoderó del Antzoki hasta finalizar con el mismo patrón electrónico del disco.
En resumen, un puñado de piezas recientes intercaladas con otras del pasado ganaron el favor de un público boquiabierto. Tras finalizar con los mástiles en alto, la banda se despedía con un escueto «Gracias Bilbao», como manda el rigor de su música. Allí se quedó todo el mundo esperando un posible bis, pero tras una agonía prolongada finalmente cantante y teclista salieron y se encaminaron hacia el puesto de merchandising. Fue una hora y cuarto que se hizo breve, debido a la ausencia de teloneros, pero muy intensa. Sin duda una banda de las más grandes del género, demostrado en disco y ratificado con creces en directo.