Ha pasado ya medio año de la aparición de «Blackstar» y, por tanto, medio año de la muerte de David Bowie. Debería haber escrito esta crítica en frío, sin arrebatos propios de las reseñas tempraneras en caliente que salieron en torno a tan aciaga fecha. Pero lo cierto es que la pérdida de su figura sigue estando muy presente en mí, al igual que en la de muchos. Sigo sintiéndome en gran parte huérfano de contexto y fondo tras la marcha a Marte de un artista que, dándome más o menos cuenta, ya sea directamente o a través de artistas a su vez influidos por él, ha moldeado la manera en que percibo la música, el arte y, por tanto, el mundo.
Bowie fue un artista total hasta el final. Pocos, por no decir ninguno, han podido irse tan en lo más alto como él. Es más, pocos han podido orquestar, voluntaria o involuntariamente, ya da igual, su desaparición de esta manera: publicando un disco de siniestro nombre y cargado de simbolismo pocos días antes de su muerte cuando ya sabía que esta era inminente, dejando así a sus seguidores en ascuas. Un disco además que, ya con la pátina del tiempo haciéndole justicia, con toda probabilidad pasará a engrosar su lista de clásicos. Una lista, por otro lado, que para muchos, pulsó el stop en «Scary Monsters», hace más de treinta y cinco años.
Abre el álbum directamente una de las más fascinantes y complejas canciones de Bowie de toda su carrera. El tema homónimo es una pieza de unos diez minutos de duración de obsesivo poso kraut, que hacia su segunda parte se relaja y torna en tonos más etéreos y espaciales hasta concluir en un mantra cimentado en torno al oscuro concepto de blackstar. Entre medias, una sentencia de esas que ponen los pelos de punta y en las que muchos han querido ver toda una premonición:
«Something happened on the day he died
Spirit rose a metre then stepped aside
Somebody else took his place, and bravely cried
(I’m a blackstar, I’m a star’s star, I’m a blackstar)»
«Lazarus» continúa con el tono enigmático de la anterior, y puede considerarse como su secuela inmediata de maneras más relajadas y marcado poso jazzy (imprescindibles los vídeos de ambas canciones, también hermanados en lo conceptual). Esta dupla podría considerarse el corazón del álbum, tomando el resto de canciones un tono más liviano y reconocible si se quiere. Así, «‘Tis a Pity She Was a Whore» es un tema de jazz-rock que remite a lo mejor de su irregular década de los ochenta y «Sue (Or in a Season of Crime)» es un arrebato rock que carga su peso sobre infalibles riffs.
«Girl Loves Me» se cimenta en gordos acordes de bajo sobre un fondo orquestal que propician un elegante deje irónico, mientras que «Dollar Days» es la clase de balada atemporal que el inglés podría haber lanzado en cualquier momento de su carrera. Ésta última conecta mediante línea electrónica con el tema final y ‘hit’ más evidente del conjunto: una «I Can’t Give Everything Away» que sirve de epitafio, una vez más, premeditado o no, aunando melancolía y esperanza.
Si «The Next Day» fue el epílogo de su era pop para David Bowie, «Blackstar» cumple la misma función para su reverso, esto es, la música de vanguardia que fue grabando a lo largo de su carrera, con pinceladas en determinados álbumes o dedicándole trabajos enteros. Siete temas, un disco conciso y corto de senda exploratoria emparentado directamente con «Station to Station», publicado hace ya cuarenta años, en su configuración, con el que Ziggy Stardust nos dice adiós aclarándonos poco y sembrándonos de dudas, quizá las mismas que él tenía en esa búsqueda del más allá que ya acariciaba con los dedos. Pero de eso va el arte, ¿no?
ETERNO.