Parecía que la integridad artística de Battles peligraba tras la marcha de Tyondai Braxton, peculiar vocalista y compositor de la formación. Afortunadamente, el trío restante tuvo a bien demostrar en este «Gloss Drop» como la singularidad de la formación no sólo sigue intacta dentro de su sónicamente sugerente math-rock, sino que son capaces de mirar a nuevos territorios sin perder el norte.
Las claves para que Battles continúen en la excelencia dentro de su rareza, son varias. Para empezar han suplido la presencia de Braxton a nivel vocal de forma muy razonable e inteligente; vocalistas invitados. Dado su rápido estatus como banda de culto no es de extrañar que hasta Gary Numan se haya dignado a poner voz a uno de sus asaltos sonoros más apabullantes y seudoindustriales, «My Machines».
Otras colaboraciones mucho más comerciales, en el buen sentido de la palabra son las de Kazu Makino (Blonde Redhead) aportando su dulce voz a «Sweetie & Shag». En el polo opuesto, la rareza noise del también japonés Yamantaka Eye para cerrar el disco en clave de melódica psicodelia ambiental. Y es que la psicodelia siempre estuvo presente en Battles pero la aproximación esta vez al lado más tropical les ha valido comparaciones tanto a las buenas como a las malas con El Guincho, sin ir más lejos.
Esto es normal al presentar como single «Ice Cream» con la colaboración de Matias Aguayo, el tema más festivo y tropical que jamás hayan hecho. Si a eso le sumas insustanciales letras en castellano («como un helado derritiéndose») y un vídeo creado por la misma factoría barcelonesa que se ha hecho famosa a raíz de trabajar con Pablo Díaz Reixa, tienes todas las papeletas para la comparación. La canción es uno de los grandes singles de la temporada, por méritos propios, una extraña mezcla de alienación y felicidad.
Puede que sean necesarios estos números más cercanos al «pop», sobre todo para mantener su buen estatus comercial dentro del universo indie, pero lo cierto es que sus momentos meramente instrumentales se encuentran entre lo mejor del conjunto. Es entonces cuando son capaces de jugar con nuestro cerebro y conseguir que un loop tan lúdico como el de «Inchworm» se convierta en una especie de parque de atracciones del terror o que «Wall Street» con la asfixiante batería de Stanier evolucione hasta crear climas tan apocalípticos como los que la fluctuación de paneles de la bolsa neoyorkina nos deberían suscitar.
Sus ritmos sincopados, agudas tramas de sintetizadores, baterías inquietas, se mantienen siempre interesantes pese a que muestran una cohesión en todo el disco que los aleja en parte del sonido de su debut. Esa táctica de tejer grooves rítmicos en los que se adentra el oyente para ir añadiendo nuevas capas y rematarlo con chillones teclados, les vuelve a posicionar como una de las formaciones claves para entender el maridaje de rock y electrónica en estos tiempos. Un dominio de la melodía y los compases que les sigue manteniendo como una formación de math-rock en un universo propio, pese a que «Gloss Drop» no sea el mejor disco para hacer la digestión.