Dicen que en el Sur llegamos a los conciertos tarde por defecto, pero cuando el cartel tiene mayúsculas nos lo tomamos mucho más en serio. En horario de verano, con nuestro sol naranja rayando el horizonte, Zoé encendió la sala París15 tras tres canciones, pocos minutos después de las 21.00h. Desde el centro se percibía la sala casi llena, el calor, la impaciencia y una comodidad que sabíamos, sería transitoria. El furor y la intensidad estaban programados para el segundo acto desde hacía mucho tiempo, y hasta las esperas hay que saber apreciarlas como corresponde.
Eran siete en el escenario, León Larregui, -vocalista de Zoé– lideró el concierto de forma natural. Su carisma se sobreentiende pero no molesta, te atrapa lentamente. No es pretencioso, al menos a lo que actitud se refiere y así presentó a su banda: ‘somos Zoé y venimos de México Distrito Federal’. El público -malagueño- está poco acostumbrado a este tipo de propuestas ‘exóticas’, y aunque al principio parecieron captar su atención, la actuación de Zoé fue lluvia fina que no llegaba a calar. Quizás por la volatilidad de las canciones, su fuerte en el disco y su debilidad en directo, éstas no se entendieron igual de rápido ni tampoco igual de bien. ‘Mucho teclado, poca consistencia’, dijeron algunos. «Programatón», su último disco, cayó religiosamente. Lo adornaron con algunas más reconocidas, «Labios rotos», «Luna» o «Poli Love» que, cambiando mejicanas por malagueñas, cobró sentido al recordar a Anni B. Sweet. «Nada», que en su versión original tiene como estrella invitada a Enrique Bunbury, fue muy bien recibida. Tras 54 minutos y sin tiempo para bises, nos dejaron media hora de reflexión antes de nuestro premio.
El fin del preludio llegó doblando los decibelios y con una sola luz comenzaron los golpes, alertando del cambio de tema y de banda. Desde que Pucho empezó a cantar, se desató la guerra, la de gritar o no escuchar nada. Vetusta Morla había llenado de diferencias la sala una vez más y no se trataba de mirar hacia otro lado.
El juego de luces fue un arma y reforzó aún más si cabe los movimientos sobre el escenario, definiendo hasta el extremo esos temas tan bien aprendidos por todos. Iniciaron un ritmo frenético desde «La Deriva» hasta «Golpe Maestro», «La Mosca en tu pared», «Fuego», «Fiesta Mayor» o «Pirómanos»,… La furia concentrada tras cuatro años de proyectos personales reclamó en un punto alguna parada, ‘para bajar las revoluciones’. El pasado se resolvió rápido, el reencuentro fue recíproco, se perdonaron las ausencias. La melancolía de «Maldita dulzura» servida a nuestros pies, las historias para recordar de «Copenhage» o la rabia de «El hombre del saco» fueron elementos clave de la partida. «Valiente» sufrió un intento de versión, pero justo cuando torcíamos el gesto, volvió a nacer más eléctrica que nunca.
El despliegue técnico fue el habitual en su caso, no solo de voz vive Vetusta Morla. Sus matices, acompañados de una base tan contudente y practicados por músicos que ya hacen escuela en nuestro país, marca una identidad que se mantiene firme desde aquel «Un día en el mundo». Esta peculiar combinación se sobreexpone en el último disco, que parece estar creado a conciencia para el directo. Manejaron los tiempos, canción a canción, liberando la intensidad con contundencia y cuidado. El bis fue doble y se marcharon con «Mapas», un final a la altura de ese camino incierto que atraviesan y dicen abrazar con confianza: ‘Todos estamos a la deriva. Nuestras derivas son personales, emocionales. Vivimos derivas nacionales, derivas sexuales, derivas internacionales… Gracias por la fe que seguís teniendo en nosotros’. Así se fueron, tras rozar la ciudad durante unas cuantas canciones, camino a Granada: otro destino sin entradas, sin salidas, un lugar más dónde contar que la incertidumbre puede ser lo mejor que nos ha pasado en la vida.