Noche redneck para un domingo en Bilbao. La unión de Bob Wayne con Nashville Pussy es algo que a priori sólo promete tópicos norteamericanos y fiesta garrula. Seguro que hubiéramos tenido bastante más de lo segundo de no haber caído en un triste domingo, pero es lo que tocó.
Con extrema puntualidad salió a las 20:30 Bob Wayne con su banda, los Outlaw Carnies al escenario para desplegar su llamado «outlaw country» que no viene a ser sino una bastardísima mezcla de country con blues y punk-rock en la que sobrevuelan la saga Hank Williams, Johnny Cash o los Supersuckers, dentro de una imaginería de la América profunda con su whiskey, sus road trips, sus tatuajes, su vello facial y su fauna desquiciada. Por si fuera poco aglutinador el estilo, en el brazo derecho del protagonista principal, un enorme tatuaje sorprendería rezando «Neurosis», banda con cuyo tono, salvo las barbas y la influencia sureña, poco tiene que ver este trovador.
La imagen de la banda es curiosa, a la guitarra eléctrica un southern barbudo y melenudo, que parecía traído de unas décadas en el pasado y con una posición estática sobre el escenario como si se encontrara apropiadamente narcotizado. No tan parado por lo que demanda el instrumento, pero en la retaguardia, un batería ya entrado en edad se dedicaba a recrear los poco complejos ritmos que deparaba el género. La parte más activa de la banda la encarnaba el contrabajista, de dedos veloces y en ocasiones casi cabalgando sobre él y por supuesto el frontman, Bob Wayne.
Simpática figura que sin embargo creemos que no enunció ni un sólo «thanks» ante su audiencia sino sólo sonoros «Hell Yeah!», este forajido musical es al 50% músico y entertainer. No en vano sus letras cuentan historias personales, llenas de excesos, desencuentros con la ley («joda la ley», nos hizo cantar) y humor que están casi tan cerca del rock o el country como de una stand-up comedy costumbrista. Sonidos para animar rodeos, apologías a la vida y la muerte en la carretera, e incluso en una ocasión tornó esa voz de graciosete canalla para ponerse en plan cowboy sensible y taciturno. Un show realmente divertido.
Nashville Pussy se hicieron esperar pero finalmente llegaron para subir el volumen y ofrecer la contrapartida hard-rock a tópicos muy parecidos. Siempre famosos por la presencia de dos mujeres muy peleonas entre sus filas, flanqueando al bajo y guitarra a su guitarra y frontman (o al menos cantante). El cuarteto pese a su nomenclatura, procede de Atlanta, lo que no les deja atrás en cuanto a orgullo sureño. Las féminas estuvieron esta vez más recatadas en lo sexual de lo que marca su leyenda, pero no en lo rockero, ya que son sin duda el motor de la banda y por supuesto, su imagen.
Se nota que el vocalista Blaine Cartwright y la guitarrista rubia, Ruyter Suys, son pareja por como interactúan en el escenario, siempre tirando él más hacia su zona del escenario, como cuando le daba por hacerse unos bailes de lo más paleto y por ende, graciosos, vistos en un concierto de rock. Sería cosa del whiskey, elixir al que no dejaron de hacer referencia. Musicalmente como siempre, un híbrido entre AC/DC, Thin Lizzy, Motörhead, el heavy-metal, el punk y por supuesto, todo envuelto en simbología vaquera, drogas blandas (ya hicieron la socorrida petición de marihuana para el post-concierto como complemento a temas tan ilustrativos como «I’m So High» o «She’s Got The Drugs») y alcohol.
Hubo momentos algo tediosos y es que su fórmula y sonido haca gala de un rock tan apabullante que a veces roza la monotonía. En cualquier caso el asunto fue creciendo a mitad del concierto con temas como «Hit Me», «I’m The Man» y con la infalible «Go Motherfucker Go» con la que despidieron ya los bises antes de poner la música mientras aún estaban sobre el escenario. Creímos oir a Cartwright que pronto iba a regresar por aquí con los cowpunkers Nine Pound Hammer, veremos si estamos en lo cierto.