Una pena la escasa asistencia al concierto del sueco Christian Kjellvander el pasado sábado 28 a la sala OBBIO. Podría achacarse a la coincidencia con directos de The Bright y, sobre todo, Iván Ferreiro en otras salas de la ciudad, ya que el folk melancólico tiene cierto tirón entre el público de Sevilla y fácilmente podría haberse llegado a un medio aforo de la sala en otras circunstancias; en lugar de las contadas veinte personas que se consiguió convocar, a pesar de esperar banda y organizadores más de media hora a partir del comienzo oficial por si aparecía algún indeciso de última hora.
Pero el músico, lejos de amilanarse y con tranquilidad escandinava, le quitó hierro al asunto y subió al escenario junto a su compañero para lo que se preveía por crueles números como una actuación muy cálida: él a la acústica y el otro a la eléctrica, ambos con un look de entre forajido y buhonero, acompañados sólo por alguna programación aislada. Dos focos de luz azulada los iluminaron. Comenzaron a sonar secos acordes.
Ya desde un principio, se notó que la emoción contenida iba a ser el eje conductor, con un Christian entregado a su interpretación agarrado a su guitarra y con los ojos cerrados, impasible e imponente dada su alta estatura. Acorde con esto último, una voz grave y clara, de esas que atrapan. Mathias, más allá de mera comparsa, aportó la electricidad justa pero necesaria, coros y pequeños momentos de percusión que enriquecieron la experiencia.
De hecho, el que vinieran presentando “The Rough and Rynge” (2011), su último disco y de claro carácter reposado, no evitó que el rock hiciera acto de escena en varios momentos de manos del ilustre secundario y nos regalara tremendas ráfagas de distorsión que, lejos de romper con el ambiente, sirvieron de necesario clímax. Christian, por el contrario, permanecía en su particular trance, salvo para dar las gracias y contar una anécdota sobre los fuegos artificiales sevillanos (!), mucho mejores que los suecos, según él.
Poco más de una hora después, tras un breve y agradecido bis, la pareja bajaba del escenario, justo cuando los primeros clientes llegaban a la sala para disfrutar de su programación de disco-bar y amenazaban con diluir el final con las inevitables conversaciones. Al poco ya eran más que el público que había asistido al concierto en vivo. Con el regocijo de haber asistido a un gran bolo, pero también algo frustrados por esta última paradoja, lamentablemente muy frecuente en la ciudad, nos fuimos a casa.