Esta semana tuvimos las primeras confirmaciones de dos populares festivales nacionales que celebran sus 10 y 15 años respectivamente. Los agraciados fueron Muse y The Strokes, dos bandas creativamente en horas bajas que sin embargo desatan pasiones. Así, una mayoría daba palmas con las orejas mientras otros torcíamos el morro. ¿Qué ocurre con este fenómeno? ¿A la gente le gusta la música cuanto más mala mejor? ¿Somos unos elitistas? ¿No hemos aceptado que los festivales de pop y rock que un día nacieron como «alternativa» a la música comercial ya son tan mainstream como escuchar a Pablo Alborán?
Es difícil establecer la línea. Cuando el Primavera Sound, adalid de lo que un día fue indie y ahora ya no, comenzó a programar cabezas de cartel grandes siempre hubo voces disidentes. Si no eran Interpol serían Blur o Arcade Fire los culpables de acabar con el festival. Esta mainstream-fobia de su público venía alimentada, no lo olvidemos, por comentarios de los organizadores a menudo menospreciando la calidad de los típicos cabezas de cartel de su por entonces rival, el FIB. Este año su primera confirmación ha sido The Strokes, una banda cuya breve época dorada queda lejos y lastrada ya por tres discos fallidos. Bueno, los tiempos están cambiando.
Los grandes festivales son caros y son un negocio voraz: son grandes y quieren serlo más. O quizá es que lo necesitan. El Primavera Sound no ha dejado de crecer e incluso se inventó un hermano pequeño en Oporto, que hace lo propio a su ritmo. Los organizadores del Bilbao BBK Live por su parte ya dejaron claro que tras el sold-out del año pasado se impone buscar una nueva ubicación, aún a sabiendas que Bilbao y sus alrededores no están muy dotados de explanadas capaces de albergar eventos mucho mayores que el que se celebra en el monte Kobetas. Pero hay que aprovechar la oportunidad de rentabilizar más el festival, es algo que queda fuera de toda duda. Este año contarán con Muse, una banda solicitada edición tras edición que seguramente garantice un sold-out temprano.
Noche de fiesta
Cabezas que lo petan y festivales nacionales que van viento en popa. Entonces, ¿por qué al melómano medio esta situación le provoca hastío? Seguramente no hemos aprendido a aceptar la realidad. El Lollapalooza, ese festival que nació como abanderado de lo alternativo de la mano de Jane’s Addiction, programó en su primera edición a Siouxsie & the Banshees, Nine Inch Nails, Fishbone, Violent Femmes o Butthole Surfers. En 2014 contó con Eminem, Lorde, Skrillex, Arctic Monkeys y Calvin Harris, en un mix de lo que suena en la mayoría de los ipods del primer mundo.
Lo alternativo en festivales ha muerto hace tiempo y no hemos querido verlo. En el mundo anglosajón es evidente, porque existe cultura pop. El clásico FIB se ha visto inundado por la EDM y figuras del pop de un ámbito bien distinto a esos referentes del shoegaze, el rock indie y el britpop con los que comenzó. La fiesta y el one-hit wonder mandan. El Primavera Sound nació para suplirle pero le está siendo difícil mantener esa línea de curación más personal e incluso ha planteado un modelo segregador en el que los reclamos masivos se encuentran en un extremo del recinto mientras el asistente «clásico» del festival pueda seguir moviendose en su zona de confort/disconfort de los escenarios pequeños y medianos. Y está claro que aquí nadie ha conseguido de momento mejor que el festival barcelonés combinar un evento masivo con un cartel con cierta cota de interés underground.
En resumen, a muchos nos dan igual Muse en el BBK Live y The Strokes en el Primavera Sound. Son propuestas que nos parecen muy poco relevantes y fuera de su tiempo, pero quizá sean nuestras quejas las que estén fuera de lugar. Nadie nos obliga a presenciar estos conciertos ni a los programadores a crear un cartel que ilusione al «music nerd» de turno.
Pero casi siempre la calidad llegará en frascos pequeños y el problema es quizá ese. A los melómanos les es muy difícil renunciar a los festivales porque es raro el que entre su extenso cartel no tenga varias propuestas interesantes. Por contra, la mayor parte de las veces esto implica ver conciertos recortados a horarios poco amables y con el agravante de saber que un grupo al que hace años se le pasó el arroz creativo va a tocar dos horas y cobrando una barbaridad. Es un dilema que se atenuaría, seguramente, visitando más a menudo las salas de conciertos.