Desde sus mismos comienzos, Trail of Dead son una banda incomprendida. Salta a la vista que la indefinición de géneros ensalzada en los 90, pronto pasó de ser un plus a una traba conforme cada cual se iba parapetando en la trinchera de sus propios gustos. Por eso, cuando los de Texas se presentaron como la nueva y ruidosa sensación del post-hardcore, como los Sonic Youth del nuevo punk, encendieron tal entusiasmo indie que no pudieron evitar decepcionar con la creciente carga progresiva que fueron tomando.
Su ya séptimo disco se abre con una inevitable intro polifónica, que sube desde la nada hasta la épica en una iniciática parábola de su sonido, que los fieles ya conocen de sobra. Es el preludio a todo el primer bloque del disco, puesto que, pese a los cortes de las canciones, «Tao of the Dead» se articula como una obra con dos partes, la segunda de las cuales está encapsulada en una sola pista. En cuanto a la primera, son once, separadas pero con una continuidad, en ocasiones más natural y en otras más forzada.
Este empeño por evitar silencios y emular así conceptos de composiciones de música clásica no está justificado, en su mayor parte. Menos cuando las canciones funcionan tan bien por si solas y en ocasiones estos enlaces solo transmiten pretenciosidad. Pero en fin, parece una decisión salomónica saldado muy hacia lo positivo en el que nosotros nos quedamos con grandes composiciones y ellos, con sus grandilocuentes conceptos.
Así el rock psicodélico entre poderosas explosiones reminiscentes a The Who, pasa por un discurrir torrencial de lo alto a lo bajo, del rock a las dinámicas de catarsis orquestal, en definitiva, las dosis grandes facetas que los de Texas conjugan tan bien. Pero esta vez las melodías son más concretas y, sin perder la contundencia de vista, encontramos estribillos y momentos directos entre toda la artillería y los fuegos de artificio instrumental. «Summer of all Dead Souls» es un ataque de punk melódico de frente adornado con guitarras flotantes. Rock alternativo de aires victoriosos.
Esta misma pista evidencia la encrucijada de la banda. Su mejor resultado lo consiguen cuando atacan un sonido propio ya muy característico. Esa posición en la que son demasiado art-rock para el universo hardcore y demasiado agitados para el del indie, de modo que redefinen su propio universo, pasando de la reflexión al estallido con impecable naturalidad en «Cover the days like a tidal wave». Y cuando Conrad Keely y Jason Reece se han desgañitado a duo, el fluir les lleva en «Fall of the Empire» a los mares de lo etéreo y los arrecifes de coral de los Beach Boys.
No en vano se abre aquí una importante brecha para el power-pop. Primero llegan los matices soleados de la ultramelódica «The Wasteland» -impropio título-. Un pasadizo que va del trip-hop a la tensión caleidoscópica de Mars Volta nos conduce al gran himno. Directa al grano, «Weight of the sun» asciende desde sus cimientos folk hasta alcanzar el astro con súbita contundencia y cargando tintas en las guitarras furibundas pero biencaradas. Y cuando estamos en este momento álgido, lo perpetúan sabiamente retornando a los fueros de «Pure Radio Cosplay», una práctica esta, la de remitir a canciones anteriores como formando una globalidad, muy del gusto de los de Texas.
«Ebb Away», se agradece por su registro vocal diferente y su tono relajado, de estampa veraniega con el sol bajo, como si se tratara de un Ian McCaye cantando entre riffs de Billy Corgan. La fusión de esta con el escapismo de «The Fairlight Pendant» conforman una de las partes más deliciosas para el oyente. Desmarcándose del concepto canción al que se han encorsetado más esta vez, se entregan de bruces a la psicodelia, cambiando los tempos y las nebulosas bases sonoras hasta introducirnos en un trance colorista.
«Tao of the Dead II» marca el final del disco. Pero como su título implica no es una canción más, sino un contenedor de lo que han querido juntar en una suite para concluir su obra. Por algo es el único track -salvo el número uno, claro- que empieza desde cero. Comienza con la nasal voz de Conrad hechizando a través de una barroca proyección psicodélica tan bien formada que los instrumentos apenas se distinguen. Después la batería pone tono de gravedad entre misteriosas voces y el tono se relaja. Keely empieza a cantar sobre una base que podríamos definir de blues shoegazer, a la par atmosférica que movida por un riff. Poco a poco la cosa sigue derivando y se forma un crisol de psicodelia en la que se fusionan tradiciones (los inevitables setenta, el post-punk de los ochenta, el indie-rock de los noventa). Y lo mejor es que cuando uno se ve envuelto en esta marea cósmica, el pop aflora a través de una pequeña brillantez que ningún grupo preocupado por crear singles ocultaría un track de 17 minutos.
Todo ello no hace sino dar más crédito a una banda que ha conseguido un sonido propio a base de derribar sus propios límites. Ahí reside el principal mérito, uno continuista. «Tao of The Dead» es en sí es un gran disco, pero no deja de ser otro paso anti-gravitatorio en el camino a la eternidad musical. Porque si dentro de unos años los de Texas no son recordados por la historia del género, nos daremos cuenta cómo todo el tinglado indie que hay montado en torno a la música, habrá fallado.